Había una vez un hombre sabio que vivía en una pequeña aldea. Era conocido por su bondad y su conocimiento, y muchos acudían a él en busca de consejo.
Un día, un joven le preguntó: «Maestro, ¿cuál es el sentido y el propósito de la vida?»
El hombre sabio sonrió y le dijo: «Ven conmigo, te lo mostraré». Y lo llevó a un campo donde había una gran variedad de flores de diferentes colores, formas y aromas.
«Mira estas flores», le dijo el hombre sabio al joven. «¿Qué ves?»
El joven observó las flores y dijo: «Veo belleza, diversidad, armonía».
El hombre sabio asintió y le dijo: «Así es la vida. La vida es bella, diversa y armoniosa. Cada flor tiene su propio encanto y su propia función. Cada flor contribuye a la belleza del conjunto. Cada flor tiene su propio sentido y propósito».
El joven quedó impresionado por las palabras del hombre sabio y le dijo: «Gracias, maestro. Ahora entiendo el sentido y el propósito de la vida».
El hombre sabio le sonrió y le dijo: «No hay de qué, joven. Pero recuerda, no basta con entender el sentido y el propósito de la vida. Hay que vivirlo. Hay que ser como una flor que florece con alegría, que comparte su fragancia con los demás, que se adapta a las circunstancias, que respeta a las otras flores y que se deja guiar por la luz del sol».
Y así termina la fábula del hombre sabio y el joven.
El sentido y el propósito de la vida se encuentran en vivirla plenamente y en armonía con nuestro entorno. Cada ser humano, al igual que las flores en el campo, tiene su propio encanto y su función en el gran esquema de la vida. Todos contribuimos a la belleza y diversidad del mundo y el hombre sabio nos hace reflexionar sobre como apreciar esta belleza.
Parece obvio, no? Pero lo olvidamos